Publicado inicialmente el 20 de febrero de 1910 en el diario El Progreso, y posteriormente en el libro Rías de ensueño, el siguiente artículo narra las impresiones del escritor pontevedrés Prudencio Canitrot durante su visita a la romería de A Lanzada, describiendo exhaustivamente el célebre rito del baño de las nueve olas. El texto no tiene desperdicio.
“… A La Lanzada se va en busca del remedio para los malos herpéticos y á ahuyentar del alma los dañinos espíritus; y obran el milagro de curar ambas cosas las olas, también bravas, que se estrellan en los escollos que bajo el santuario ven desde remotos tiempos aparecer anualmente los romeros, algunos después de una caminata de cuarenta leguas …
Este último año hallábame yo en Combarro, en mi vieja casa aldeana, desde la que, después de una larga ausencia, contemplé el mismo paisaje y la idéntica lejanía que en mi niñez recreó mis ojos; en aquella casa que trae á mi memoria gratos recuerdos, frente á la que pasa un camino viejo, y á cuya espalda una carretera; que tiene un balcón donde mi abuela puso á secar el lino que hiló en su rueca; y supe por un amigo que á los dos días iba á celebrarse la fiesta de La Lanzada.
En efecto, por la carretera comenzaban á pasar grupos que venían de muy lejos, cargados con hatillos de ropa, llevando en la mano el farol con que se alumbraban por las noches y los zapatos, para ahorrarse la suelas.
La víspera de la fiesta eran numerosísimos. Muy de mañana sus voces y sus risas me hicieron saltar del lecho, y desde la huerta me puse á contemplar los romeros que, abigarrados y animosos bajo el sol que tendía por la carretera su primer baño de luz, caminaban diciéndose gracias. Algunos, para hacer más breve el camino, seguían al compás de un acordeón tocado por un mozo. Mujeres cargadas con cestas, erguidas, sudorosas, descalzas de pie y pierna, buscaban las cercanías de la cuneta, blanda y removida, y aun así se percibían sus pasos entre el crujir de la cesta, repleta y pesada. Más que camino de romería, parecía aquello retorno de fiesta.
Y me sentí de pronto aguijoneado por el deseo de seguir tras de ellos, mezclarme en aquella humana aglomeración, y luego experimentar su material contacto y verles junto á las olas, y oir sus gritos y sus promesas ante el santuario y ante el mar. Y busqué al Falucho, un mozo que anda á navegar en un bergantín ocho meses del año y descansa al lado de sus padres los otros cuatro restantes, dedicándose á hacer el relato de mil aventuras á cuantos quieren oírle y embaucando á cuantas mozas se quieren dejar engañar, y por la tarde, a primera hora, emprendimos el camino, todo por la carretera, hasta más allá del empalme de Gondor y Villalonga, de donde, á la izquierda, parte un ramal que termina cerca del santuario.
Éste se alza sobre unas rocas, y á su alrededor hay un cobertizo que da la vuelta cercando todo el atrio. La capilla es insignificante, y su diminuto ábside más bien parece un palomar. En otra capilla, antigua y ruinosa, aun se ven restos de capiteles y canecillos de estilo románico. En un extremo del muro se alza una columna formada de piedras y de guijas que semejan moluscos prendidos a un enorme dedo que se erigiese retador al espacio. Un camino en cuesta conduce á los peñascales, y de frente, sobre el mar, se dominan las islas de Ons, la de Sálvora, y á un lado la península del Grove.
A espaldas del santuario se extienden bosques y colinas mansas; luego pintorescas aldeas, Nantes, Dina, Noalla, tributario todo, como La Lanzada, del antiguo priorato de Arra.
Cuando llegamos ante la ermita declina el día. Un fuerte Nordeste agita el mar, y de los escollos descubiertos por la marea baja asciende el perfume de las algas.
Los romeros cantan y bailan, y son singulares sus canciones y variadas sus danzas. Otros gritan y otros corren. El aire extiende sus chillidos como los de un ave nocturna, que se mezclan con el de las gaviotas, atolondradas ante aquella invasión extraña. El sol apenas hace resaltar los guiñapos que el viento, arremolinado y pertinaz, agita.
La puerta de la capilla, abierta de par en par, muestra el interior, donde alumbran unos cirios y donde un viejo, medio jorobado y medio tuerto, sacude una bandeja, para que en ella los fieles vayan depositando sus limosnas.
Hombres y mujeres contemplan con asombro el mar bravo, que va acercándose al playal. Sus rostros, iluminados por el último reflejo de la tarde, reflejan una dulzura paradisíaca y asombro reconcentrado.
Llega la noche. Las puertas de la capilla se cierran. El Nordeste es menos fuerte: En el espacio brillan unas estrellas, y sobre Ons y Sálvora la luz de sus faros guía á los navegantes, que se orientan al pairo de la costa.
Bajo el cobertizo, y á la luz de los faroles de aceite, toman asiento los romeros. Estos cada vez son más; llegan en grupo por el camino cantando y gritando. En algunos rincones, sobre carros, instalan los taberneros sus bocoyes de vino, cestas de viandas y cajones de gaseosas.
El Falucho, que es un escéptico á su modo y un malicioso parlanchín, me guiña un ojo y me asegura que hemos de ver algo nuevo entre las sombras del cobertizo, donde una mezcla repugnante se sexos duerme, canta, bebe, finge dormir …
Y tiene razón el Falucho. Entre aquella salvaje aglomeración humana la sangre de los mozos se revuelve, y busca y obtiene fácilmente la correspondencia de la carne … Y á fe que es bello, nuevo y pintoresco para mí, bajo la sombra encubridora, ver a los sacerdotes y sacerdotisas del amor cómo ofician toda la complicada felicidad de sus ritos …
Hacia el filo de la noche, bajo un cielo pródigamente estrellado, los enfermos bajan al playal a recibir la ola, las tres ó las nueve olas que ordena la tradicional costumbre. Las mujeres ocultan su rubor bajo una túnica o un simple trapo, y los hombres van casi todos desnudos. El mar entonces parece más encrespado, como si las invocaciones irreverentes, los gritos, los chillidos le enardecieran, broando y rompiendo en espuma.
Parece que llegó una hora solemne, misteriosa, en que el mar, uniéndose al rito extraño de la pagana fiesta, como un fenómeno geológico, quisiera unirse al fervor de aquella liturgia y de la hora de piedad que invade á las almas, que las purifica y orea, sacándoles la hechicería del cuerpo.
Y unos cogidos de la mano, otros atados con una cuerda que les rodea la cintura como un cilicio, y los más sueltos, se internan hacia las peñas á esperar la ola. Y la ola llega, altiva y feroz; los rebasa, los aupa, humedece sus carnes atormentadas, y luego profieren gritos invocando á la Virgen, al enemigo malo, al espíritu contaminador, á la dolencia pertinaz: gritos ahogados por la segunda y repetidos antes de la tercera, y luego de recibir ésta se retiran, y algunos hay —los más creyentes acaso, ó los más pecadores— que no cesan hasta ser acariciados, una después de otra, por nueve olas.
Terminan unos y comienzan otros. Cerca de mí pasa una vieja completamente desnuda, apoyada en una moza; ésta agarra entre sus manos una cuerda que rodea por un extremo la cintura de la anciana, y de la que ha de tirarse desde la orilla, caso que la ola la empuje mar adentro. La vieja lleva alrededor del cuello un rosario, un escapulario y una figa prendida á una cinta. A la luz de los faroles y de las estrellas veo cómo se mete decidida en el agua con un valor y abnegación que pasma. La moza sujeta la cuerda desde la orilla con las dos manos, y le grita haciéndole advertencias que son inútiles entre la demás gritería de personas y el rumor de las olas que todo lo confunde.
Yo estoy admirado. Aquello es una visión inenarrable, y pienso lleno de espanto en el tiempo, en el Dios, en el hombre, en el sobrenatural ser que consiguió atraer á su provecho la credulidad de los devotos de tal forma y manera; en la primitiva y dura capa, intacta aún, que cobija á estos creyentes de lo sobrenatural y milagroso, que lo mismo ante la estatua de bronce, de cera, de madera ó pan, rinde pleitesía ardiente, sin fijarse si la materia es vil, preciosa, negra ó blanca, y posee ó no una vida sensible.
Aquello parece una procesión que desanda el largo camino del tiempo; hasta la fabla es arcaica: como se habló en las más remotas edades de los celtas y visigodos. Algunos dan saltos al salir del agua, y otros antes de entrar. Parecen epilépticos, como aquellos que en verdad lo son y que el martes de Pentecostés acuden á Echternach, aldea de la Moselle, en el gran ducado de Luxemburgo, donde un obispo, más tarde San Willibrod, impuso la costumbre de hacer una peregrinación de enfermos adolecidos de este mal.
Cuando las primeras tintas del alba sonrosaron el horizonte y en el lomo de las olas fué brillando la luz, bajo el cobertizo que cerca el atrio dormían arrebujados los romeros. Sobre las peñas al descubierto volaban y graznaban ebriamente las gaviotas, acaso oliendo la huella que sobre ellas habían dejado los fieles con sus lacerías y sus roñas al tomar el baño de la media noche. Sobre el ábside de la capilla una bandera agitábase al viento, y encima del tejado un adolescente de pies desnudos, de rostro imberbe y humilde, como el de todos los campesinos, disparaba cohetes, supliendo su estampido al metálico son de la campana, de que carece la ermita.
Y antes de que el sol derramara sus rayos verticales y picones sobre la campaña y el camino, el Falucho y yo decidimos emprender el retorno á Combarro. Entonces comenzaba la fiesta, para seguir todo el día entre alborozo de buen vino y regodeo de baile. Algunas mozas iban hasta la orilla del mar para humedecer los ojos soñolientos, y sus madres, con acento previsor, les advertían gran cautela, porque sabedoras de lo traicionero que es, temían que una ola les arrebatase, y que las gaviotas, gustosas de la carne de los náufragos, hundieran su largo pico en los senos frescos y lozanos de doncellas …, porque aquel volar y graznar de las aves, era en verdad como un presagio embrujado, maldecido y lujurioso …
Mi acompañante, antes de que dejáramos el atrio, llenó su pañuelo de rosquillas, y al proponerle yo por el camino que nos las comiéramos, protestó indignado.
Para el Falucho, un romero sin melindres es como un San José sin la vara de azucenas.
Bibliografía recomendada
• Rías de ensueño •
Prudencio Canitrot
Librería de los Sucesores de Hernando (1910)
Nota: todas las imágenes que aparecen en esta entrada, aún siendo antiguas, son posteriores a la fecha de publicación del artículo y se han incluido aquí con el único propósito de ilustrar el texto.